¡Cómo no sentir gratitud!…(*)
La lengua de Molière; grandioso
vehiculo de ilustración cultural
(*) El Heraldo, abril 25 de 1991.
Acaban de confirmarme que para estos días el Gobierno francés resolvió condecorarme por segunda vez. Probablemente por lo esfuerzos que generosamente se me atribuyen en la difusión de la lengua y de la cultura francesas. Es éste, por cierto, un gran honor que agradezco entrañablemente. Pero no voy a repetir aquí la fórmula tan manida cuan plena de falsa modestia, que suele rezar: “No merezco tan alta distinción”. Sencillamente porquea mi ver, a evaluar, nadie tiene derecho a evaluar, ni -menos- a señalar sus propios méritos o deméritos, reales o imaginarios. Y también porque en mi caso no hubo tanto esfuerzo como se supone. Fue más bien algo absolutamente natural. Una necesidad anímica. Vital. Y además, una serie de felices ocasiones para expresar mi gratitud constante y creciente hacia una cultura a la que tanto debo.
Ese maravilloso idioma francés, que empecé a hablar desde que tenía tres años, ha seguido siendo hasta ahora, que ya soy octogenario, fuente de vida y espíritu. Es el que, antes que otros, me enseñó a pensar y entender. A sentir y expresar la belleza de letras y artes. A formarme y afinarme el gusto. A extremar mis ideales y anhelos de libertad. A ahondar en fin mi amor por la humanidad. ¡Todo ello gracias a Francia! Me ayudó también a iniciar el descubrimiento de todo un mundo lejano a mi cuna, emplazada por el destino a orillas del Bósforo. Y no solamente de las obras escritas en la lengua de Mòliere, que ya son de por sí un riquísimo caudal. Sino también de grandes obras escritas en otros idiomas. A Dante y Cervantes, a Goethe, Shakespeare los leí primero en buenas versiones francesas, mucho antes de conocerlos por los textos originales. El francés me ayudó además a descubrir en mi la afición por la docencia. ¡Que no es poca cosa!
En efecto: hace ahora setenta años que empecé a enseñar el francés. A los doce años de edad ya se lo enseñaba a unos niños turcos, griegos, judíos y armenios, acurrudcados en una callejuela de Haydar Pasha, en la costa asiática del antiguo Bizancio. Retransmitiéndoles además algo de lo mucho aprendido bajo la guía de los “Frères des Ècoles Chrétiennes”, hijos laboriosos de Jean-Baptiste de La Salle. Y así aprendiendo yo a convivir con pueblos de distintos orígenes y a respetar las más diversas creencias. ¡Cómo no agradecer tantos regalos!
Luego, de estudiante en Alemania, fui autorizado a enseñar el francés a mis propios compañeros y, poco después, “apenas en el umbral de la veintena”, fui propuesto por la Universidad para el cargo de traductor e intérprete del Congreso de la Sociedad Universal del Teatro (1930), reunido en Hamburgo bajo la presidencia del inolvidable Firmin Gémier, con asistencia de delegaciones y grupos artísticos de distintas procedencias. Iniciándome al mismo tiempo en labores periodísticas para tres diarios a la vez. En uno, mediante entrevistas con delegados de diferentes países. En otro, con informes de los debates -a veces tumultuosos- del Congreso. En otro, en fin, con reseñas críticas, teatrales, musicales o balletísticas. Todo lo cual me valió una invitación, especial para asistir al Congreso del año siguiente en París (1931). En ambos congresos tuve la suerte de conocer personalidades de renombre en aquella época: Además de Firmin Gémier, Arthur Honegger, Florent Schmitt, Tristan Bernard, Tairof, Stanislavsky (hijo), Charles Vildrac, Berthe Bovy, Maurice Rostan, Paul Gsell, la Princesa Cantacuzène (delegada rumana), etc. ¡Otros tantos presentes que mueven a gratitud!
Siendo aún estudiante universitario, trabajé como profesor de francés en varios institutos de Hamburgo, hasta que volví a Oriente, donde me tocó enseñar el mismo idioma en Anatolia, en el vilayato de Tokat, y luego en pleno Kurdistán, a orillas del Tigris, no muy lejos de la frontera turco-iraquí, ahora escenario de tantos horrores -por cierto “tradicionales”- que vienen llenando las páginas de la prensa internacional. (De las experiencias vividas en aquellas regiones nacieron “Las largas cartas Kambules de Adil Savinkan”, publicadas hace unos años en este diario barranquillero).
Y luego, España. Catalunya. Las Islas Canarias. Donde la enseñanza del francés me ayudó a sobrevivir, antes de emigrar al “Continente de la Esperanza”, para establecerme en esta “Puerta de Oro”. Aquí, en el lapso de casi cuarenta años, he venido enseñando el francés a millares de estudiantes costeños, repartidos entre media docena de colegios y las cinco instituciones que me ha sido dado fundar: el Instituto de Lenguas Modernas, la Escuela Superior de Idiomas, el Instituto Pestalozzi, la Universidad Pedagógica del Caribe y el Instituto Experimental del Atlántico “José Celestino Mutis”. En todas estas instituciones, han estado siempre en sitio de honor la Lengua y la Cultura Francesas. Fueron, pues, en total cuatro continentes los que pude pisar, dedicado al manejo de este grandioso vehículo de la ilustración cultural que es el idioma francés. Y todo ello de modo tan natural, tan agradable y tan sin esfuerzo, que sería imposible imaginar que pudiera ser de otro modo. ¡Así de grande es el placer de enseñar el francés! ¡Cómo no sentir gratitud hacia Francia!…